Texto inserto en el fotolibro Nombre y forma de Camila Valdés,
Los años se acumulan como una materia que se pega a las ruedas de los relojes y los aceleran, alterando cómo percibimos su paso, convirtiendo la danza de meses y estaciones que conocimos de niños en una especie de agujero negro que nos drena cada vez más rápido de luz. Dicen que,mientrasagonizaba, Goethe pedía luz y que cuando su sirviente abrió los postigos de las ventanas pidió más luz.Para este caso es importante recordar que la fotografíaes, en principio, una forma de administrar la luz y que quizás sea esa la razón por la cual permite hablar, silenciosamente, de todo lo que huye.
Entre las fotografías de Camila Valdés hay, sobre todo, retratos de la familia electiva, ese conglomerado afectivo que suplanta a la familia nuclear y nos entrega una carta de identidad sobre el planeta, basándose ya no en la arbitrariedad dictada por los genes, sino en el azar y las decisiones que convierten ese azar en amor o en un apego similar. Es inevitable, en ese sentido, pensar en Nan Goldin y las series de fotografías en que retrató a sus amigos y amores durante las décadas de 1970 y 1980. El vínculo entre unas y otras fotografías está dado, sobre todo, por la recurrencia de personajes, la búsqueda consciente de fijar los vínculos y la sensación de una juventud en fuga.
Mucho más evitable es pensar en la serie de retratos que realizó Hans Holbein el Joven mientras fue pintor de la corte de los Tudor bajo el mecenazgo de Enrique VIII. Al contemplar sus retratos, volvemos a enfrentarnos a personajes recurrentes, pero al contrario de lo que ocurre con las fotografías de Goldin, donde somos testigos de narraciones expresionistas de amor y pérdida, una hermosa balada de dependencia sexual, para citar el título de su obra más conocida.
En Holbein nos acercamos a otra característica que vincula las fotografías reunidas en Nombre y forma:el hieratismo de sus figuras, el silencio que se desprende de ellas, silencio que quizás convendría llamar “ausencia de palabras”. La selección de los retratados implica también la existencia de una suerte de nobleza sin sangre azul que la fotógrafa retrata desde la intimidad, sin emitir ningún comentario. De nuevo, el silencio.
Esa es sólo una forma de mirar estas fotografías, tan arbitraria como decir que el traspaso de un proyecto fotográfico desde las redes sociales al formato impreso constituye, además de una legitimación, una segunda manera de rescatar lo fugitivo. Pero dejemos eso de lado y hablemos un poco de los animales en estas fotografías, de la cualidad humana en cada uno de los perros retratados, ocupados en sus cosas o absortos y completamente humanizados. Quizás no debiera decir humanizados, porque la mirada que cae sobre estos perros es una que reconoce enellos pares idénticos de los humanos. Esta mirada, es una que podríamos tildar de japonesa, casi sintoísta, donde los perros no son protectores divinos, sino presencias humanas, visitantes o antepasados. Las actitudes en que estos perros son retratados y las formas en que se vinculan entre sí, también nos hacen pensar que probablemente sólo existan momentáneamente bajo la forma de animales, quizás bajo un hechizo como el que padeció Acteón tras descubrir a la diosa Diana en pleno baño o la transformación que el dios Zeus efectuó sobre sí mismo para violar a Leda. Como fuere, el caso es que estamos frente a amigos y amantes metamorfoseados en animales y viceversa, otras partes de la familia electiva, indistinguibles unos de otros.
Y ahora quiero regresar a las ideas con que estábamos trabajando inicialmente, el silencio, el tiempo y el rescate de lo amado que huye. Volvamos al silencio y a su opuesto perfecto, la música. En estas fotografías no sólo hay numerosos aparatos con que reproducir música: parlantes, audífonos, una radio de 1940 y un estudio de grabación completo, sino también músicos, como Soledad Puentes de Marineros y Javiera Mena, retratada pocas horas después de actuar en el Festival de Viña. Estos objetos y estas presencias me hacen pensar en un devocionario íntimo, en los objetos de la liturgia y en los sujetos mismos de la devoción, los creadores. Los encargados de tomar la vida ordinaria y elevarla a lo extraordinario, animales mágicos, pienso. Quizás esa es la razón por la cual en una fotografía vemos a una cantante, Valeria Hernández, con un tigre tatuado en la espalda.
La música es un arte que existe en el tiempo, el silencio es parte de la música y también transcurre en el tiempo. Esa es una de las muchas enseñanzas de las que nos hizo conscientes ese maestro que fue John Cage. Las silenciosas fotos de los lagos que aparecen en este libro para mí funcionan como marcadores de tiempo porque en ellas adivinamos el ruido de las aguas que lamen las piedras en la orilla, como las lenguas de los perros y los gatos lamen nuestras manos, con los ojos cerrados, como metrónomos amorosos. Otros marcadores de tiempo, con su propio ritmo, el de las estaciones, son las hojas barridas debajo de un Renault 18 abandonado y sin patente, y las hojas de unas palmeras agitadas por el viento. Todo esto es tiempo, música y silencio.
Recuerdo amaneceres de fiestas tras las cuales las mañanas tenían una cualidad irreal, como si hubiesen sido filmadas en cámara lenta, logrando incluso que los amigos más deformados por la borrachera se vieran tan luminosos como vírgenes de un retablo holandés. Es difícil decirse adiós cuando se ha llegado a ese estado de las cosas, uno quisiera que la fiesta continuara y que no fueran necesarias las horas de sueño o volver al trabajo o los estudios. Ese es un tiempo sin tiempo como el que, creo, alcanzan algunas imágenes capturadas por Camila Valdés, estas fotos donde no hay futuro o antepasadosy donde nadie tiene más de treintaicinco años, bueno, quizás sí en años de perro.
Para cerrar este tímido escarceo, en sus múltiples acepciones, quiero recordar el comienzo de un poema de Jorge Teillier, un poeta que habría amado varias fotografías de la publicación que el lector tiene en sus manos, pienso sobre todo en el brazo de un sillón destruido y la crin vegetal que lo rellenaba, regada por el suelo. Este poema es uno de los últimos del libroPara un pueblo fantasma, se llama “El osario de los inocentes” y dice: “Un día seremos leyenda en cualquier lugar / donde los aserraderos sean carozos del bosque, / donde los rieles mohosos del sueño nos llevan a vencerlas rompeolas del silencio”.